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Subirse a las puntas tras décadas




Cuando era pequeña (y no tan pequeña) nos poníamos algodón en los pies para protegernos un poco los dedos para subirnos a las puntas. Si había heridas, nos vendábamos. 

Mi yo 2.0 descubre que ahora hay tantos accesorios que hacen el sufrimiento más llevadero! Se me ocurrió que también quería/necesitaba unos protectores y además me daría el lujo de pedirlos a Amazon y que me llegara a casa. Ahora tenía puntas vintage y punteras de silicona, o sea, puntas tuneadas!


En clase de ballet con mi profesora Marta, las compañeras comienzan a hacer sus pinitos sobre una inmaculadas zapatillas de punta. Yo miro con ojos de melancolía, picardía, pensando que dolor de dedos! 


Porque a mi las puntas siempre me dolieron un montón! Muchos recuerdos se me agolpan rápidamente y hacen cola o se empujan entre ellos en formato collage a saber: sacar las puntas del bolso, metidas en su bolsita de tela, las cintas enrolladas alrededor; vendarse los dedos, las ampollas y heridas; un equilibrio de esos que te encuentran de golpe, no te lo esperas y te marcas unos segundos en suspensión y al bajar la satisfacción y alegría te invaden; un giro sobre la punta, lento, planeando y el resto del planeta se para mientras el giro se estira...

Mi profe me dice, "Maria, por qué no traes las puntas un día?"
y yo pienso: son piezas de museo y nunca podré subirme allí arriba, zapatillas que parecen rascacielos, subir tan poco y tan alto! Pero llego a casa y no me puedo resistir porque durante años y años y años mantuve mis viejas zapatillas en su bolsita de tela a cuadros de color naranja, que mi madre me hizo con un retazo de cortina que le sobraba y pensé que tampoco sería taaaan difícil ponérmelas y ver que pasaba...

Y resulto que simplemente no podía subirme, que pesaba al menos 7kilos más que cuando bailaba, que mis piernas había perdido tanta masa muscular, tanta coordinación fina, tanto de todo, que solo logré subirme improvisando un partenaire de madera con el picaporte de la puerta.

Al pobre lo machaqué pero subí y estar allí arriba resultó embriagador. Bajar ya fue otra cosa, con los dedos latiendo pero la semilla ya estaba sembrada. Desde ese día comencé a ponerme las zapatillas más a menudo y convocar a mi imaginario bailarín de madera para que me ayude a fortalecer las piernas.

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